Ser novelista supone escribir con pasión e inteligencia, y con la técnica propia del oficio. Conlleva asumir el riesgo que supone crear la novela de la única manera posible para que se lea con la fuerza y el placer que requiere, es decir, como una experiencia vital.
Un novelista debe saber filtrar las ideas más ricas. Del limitado campo de temas básicos, entre los que destacan el amor y la muerte, el novelista debe ser capaz de encontrar en su interior la lupa que le proporcione los hilos para crear una trama singular, un tratamiento particular de dicho tema. Debe olvidarse de que lo que está escribiendo ya ha sido escrito.
Entre las muchas actitudes que debe desarrollar, se encuentran:
– Prestar atención. Estar atento a las sensaciones espontáneas que produce una observación casual y también a las provenientes de la observación dirigida e impuesta. Hay que profundizar en la observación, pero no para copiar directamente, sino para destilar lo que se observa a través de sus sentidos.
– Leer mucho. Leer a los maestros, sobre todo a los clásicos. Y leer no solo novelas, sino libros científicos, de psicología, de física, de historia, de poesía.
– Elaborar suficientemente la idea. El escritor debe dejar de sedimentar la idea generadora, ha de tomarse un tiempo de reflexión para que adquiera consistencia o multiplique sus vías productivas y se afirme en la mente del escritor.
– Ser preciso.
– No confiar en la primera escritura. A menudo, los principiantes dan por concluido muy pronto un capítulo y se fían de una especie de inspiración mientras que los consagrados suelen afirmar que con cada publicación se vuelven más exigentes: desconfían, intuyen, analizan y reescriben.
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