Muchos años después Almudena Grandes (Madrid, 1960) volvió al Valle de los Caídos para experimentar cómo el lugar casi neutro de la infancia se había tornado sombrío. «De pequeña veraneaba en Becerril de la Sierra y fui varias veces porque era la típica excursión que hacías con las visitas. Ahora, como experiencia estética, no transmite absolutamente nada, pero además de muy feo tiene una presencia siniestra».
Para escribir Las tres bodas de Manolita (Tusquets), la tercera entrega de su ambicioso proyecto literario sobre la guerra y la posguerra (Episodios de una guerra interminable), regresó sola en varias ocasiones con el propósito de documentarse sobre el lugar donde culmina la novela. En los años cuarenta el espacio era conocido como Cuelgamuros, el campo de trabajos forzados que los republicanos recibían como un destino de gracia después de haber sobrevivido a alguna calamitosa cárcel del régimen.
Grandes ha cambiado el campo abierto de los guerrilleros por los mundos confinados de los presos. Y también el perfil de sus protagonistas: de resistentes armados y quijotescos como los invasores del valle de Arán (Inés y la alegría) o los maquis de las sierras de Jaén (El lector de Julio Verne) a héroes del montón, como Manolita Perales, una chica corriente que aspira a tener un marido al que llevarle la comida a diario, una tibia a quien la vida enfría y recalienta sucesivamente, una alérgica al compromiso que acaba enredada entre la oposición comunista que se está fraguando en el Madrid posbélico.
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