Soy malagueña, y aunque sienta el orgullo de haber nacido en una tierra tan hermosa, me considero ya un poco de todos los lugares en los que he vivido, incluyendo tierras americanas.
Desde que tenía uso de razón, sentí la necesidad de escribir lo que ahora considero sueños de adolescente que, por otra parte, lentamente fue alimentando mi vocación.
He trabajado en diferentes medios de comunicación, intentando siempre dotar a cada palabra de sentido.
Podría decir que mi trayectoria está marcada por tres grandes personas que fueron mis tres grandes bastiones.
La primera de ellas fue Juan José Porto, director del primer periódico en el que trabajé, el que quizás vio en mí un ímpetu exacerbado por querer trascender más allá del periodismo.
Él, como profesional del periodismo y del cine, y dotado de una gran sensibilidad, me enseñó a sacarle brillo a las palabras, a transmitirles sueños y seguridad.
Tuve la inmensa fortuna de contar con su apoyo y con la confianza que había depositado en mí para continuar en su proyecto periodístico.
El sacerdote Antonio Aradillas, subdirector de un magazine nacional de viajes, me enseñó a extenderle el horizonte a las palabras, a no encontrarle límites a la imaginación, y a no desfallecer ante cualquier intento.
Entre medias, algunos otros fueron alentando mi paso por este magno oficio, a la vez que me enorgullecía de ser digna de tal confianza.
La tercera persona que me dio el gran empuje estaba en Filadelfia, ciudad en la que llegué a meterme en sus propias entrañas, al igual que por los rincones de Princeton.
Él es y sigue siendo Hernán Guaracao, director del periódico en el que trabajé. Con él mantenía largas conversaciones, añadiendo a mi labor periodística nuevos desafíos, en los que deseaba entrar sin ningún miedo.
Él me enseñó a ver las palabras como pequeñas piedrecitas con las que poder construir un gran edificio, augurando que aun en un medio aún tan desconocido, podría seguir ampliando mis propios horizontes.
Gracias a mi blog en el periódico tuve la oportunidad de poder radiografiar las sensaciones y sentimientos que se iban cruzando en mi camino, desde la prudencia y el respeto, y pude constatar mi deseo y coraje por querer emprender el desafío de escribir esa novela, con la que tantas veces soñé.
Supe cuándo era el momento justo, con esas “mimbres” que se habían cernido a mi alrededor.
Sabía que quizás era algo demasiado temerario, o imprudente, quizás, sin embargo, decidí intentarlo.
A medida que iba profundizando la piel de “La memoria herida”, comprendí que todo lo que había aprendido se quedaba demasiado corto, que las palabras podían ser capaces de transmitir tanto y tanto.
Una experiencia “única” en cada madrugada, en las que las notas de John Williams hacían que las palabras volasen, a través del despertar de imágenes que permanecían dormidas, o de lugares que el tiempo había silenciado.
Sentí la magia de poder crear y la sensación de lo difícil que era poder desprenderme de todo ello.
Llegué a creer que las palabras y las frases que componían cada página habían dejado de ser solamente dígitos impresos en una pantalla para convertirse en algo realmente tangible.