Después de muchos años viviendo como inmigrante, buscando encontrar mi lugar en un mundo que me resultaba extraño, tuve la necesidad de poner voz a esas historias mil veces escuchadas, de desarraigo y añoranza, de pérdida y de búsqueda.
Historias distintas, con diferentes orígenes, situaciones y cauces, pero con un dolor común; el quebranto, la privación, de la propia identidad.
Porque ya no es posible ser la misma persona en un lugar distinto, rodeada de otra gente, otra música, diferentes olores, sabores; muchas veces, los sonidos de otra lengua.
El cuerpo de adapta, el idioma se aprende, pero el alma se pierde…
En mi primer libro, En un mundo prestado, cuento historias de ese extravío del ánima, de ese vagar desvariado en busca de la propia esencia, del yo auténtico, de un lugar en el mundo que se sienta como propio.
Con el insondable deseo de, tal vez, morder alguna consciencia, pellizcar un trocito de empatía que nos ayude a comprender la realidad en la que vivimos.
La literatura no es más que un juego en el cual, por un ratito, nos aventuramos a ser otro, a formar parte de otra piel.
Nos permite tener otro color, otro sexo, otra edad, un nuevo talento, un origen noble, un pasado guerrero, un destino mejor.
Juguemos.
Prestemos por un momento nuestra singularidad, invadiendo otra esencia y otro cuerpo, y vivamos aunque sea un instante en un mundo que no es el nuestro, para ser más ricos, más plenos, más nosotros mismos.