Nací en Covaleda como podía haber nacido en otro sitio, el caso que fue en Covaleda, provincia de Soria, el 30 de octubre de 1959.
La vida es una especie de solitario. Naces con tus cartas, y se te van presentando otras a medida que vas cumpliendo años. Cada uno de nosotros las va colocando como buenamente puede. Las primeras te condicionan las siguientes. Eso es así. Algunas puedes integrarlas en tu vida y otras, en cambio, ya no es posible; las que llegaron antes te lo impiden.
Nací en Covaleda y eso quiere decir muchas cosas. Para empezar, mi pueblo es el escenario donde se desenvuelven mis personajes, al menos, de las dos primeras novelas escritas, una de ellas ya publicada. No sé si las novelas que me quedan por escribir seguirán desarrollándose en el mismo lugar. No lo sé. En cualquier caso, no creo que pueda decirse que mis relatos sean costumbristas, aunque en apariencia lo parezcan.
Se suele decir, yo por lo menos lo he leído por alguna parte, que en el fondo los escritores siempre escribimos de nuestra niñez. Es posible. Mis primeros 16 años de vida los viví en mi pueblo donde todo el mundo se conoce y se cuentan algún que otro chascarrillo de éste o de aquel. Eso explica por qué mis novelas tienen ese aire costumbrista aunque yo nunca he tenido la intención de reflejar las costumbres y vida de un pequeño pueblo de Castilla.
Dándole vueltas y más vueltas al asunto, yo diría que escribo de lo que en el fondo me intriga, desconozco, pero al mismo tiempo, lo siento próximo, y necesito comprenderlo. Nuestra infancia y adolescencia es un terreno rico en experiencias de las que, en su momento, no supimos la importancia que para nosotros iban a tener. A mi entender, la vida tiene dos partes, una en la que estamos muy ocupados en vivirla, solo vivir, y la otra en la que necesitamos (yo por lo menos) comprender lo que se ha vivido. En esa estamos y por eso escribo.
Pero no crean que en mis novelas hablo de mí. Siento demasiado pudor para hacerlo; ni tampoco creo que pueda interesar a mucha gente, la verdad sea dicha; pero de manera inevitable, mis personajes me delatan.
Está bien eso de crear, como por arte de magia, unos personajes en los que descargar nuestras fobias, miedos y obsesiones y atribuirles pulsiones perversas que quisiéramos tener bien embridadas en nosotros mismos.
Nada humano me es ajeno, decía Publio Terencio; y así debe ser, incluso lo más abyecto y ruin de nosotros mismos.
Si anidara en mí un impulso inconfesable, no pienso darle curso y satisfacción; nada malo de mí deben temer, pueden confiar, soy buena persona; pero necesito comprender los secretos del alma humana, los más ocultos y terribles. Una manera de hacerlo, creo, es dejar que mis personajes crezcan dentro de mi imaginación para que cobren vida propia y puedan mostrarnos todas sus posibilidades, y así desvelarnos esos secretos.
Ese es mi empeño, a él dedico horas y horas; con la esperanza que al lector le resulte de provecho y le proporcione momentos de placer leyendo mis historias.