
Mi nombre es Javier Gálvez Guasp y la literatura me tendió una emboscada, atrapándome en las selvas de Chalatenango (El Salvador) cuando, viniendo de tierras extrañas, comprendí que debía prestar mi voz a otras mujeres y hombres distintos.
Para mí la literatura es una forma de dejar de ser yo, de ser otros y quizá todo el mundo. Es lo único que nos queda cuando todo se vuelve demasiado petrificado y angosto.
Publiqué mi primer libro, Cien Lunas de Maíz, tras vivir con los campesinos y ex guerrilleros de Chalatenango y registrar sus testimonios orales y luego mezclar su experiencia de la injusticia con mi propia experiencia de la justicia.
Gracias a la literatura, llegué a convencerme de que era verdaderamente ciudadano del mundo, no solo porque mis antepasados hubieran venido de Europa, América, Israel o la Luna, sino porque no hay fronteras capaces de separarnos de lo que somos en realidad.
A ella le debo el hecho de que todas las culturas me pertenezcan. Que cada una de ellas constituya un tesoro del que poder extraer inagotables fuentes de conocimiento y renovación.
A esa búsqueda está dedicado mi último libro, Darshalla, que es el nombre de una mujer. En él exploro la aventura de un hombre que decide apostar su vida al azar, marcharse a otro continente en persecución de algo que no sabe bien lo que es, pero que poco a poco irá revelándose como necesario y atroz.
Antes y después de los libros, la vida, la experiencia, los sueños, unos alrededor de los otros, formando las alas de ese pájaro azul que, como nos recuerda Charles Bukowski, quiere salir pero a veces somos demasiado duros con él.