
Nací al mundo como Pedro José Navarrete Martínez una madrugada del viernes cinco de marzo de 1965, en la milenaria Tugia –venida a menos como Peal de Becerro (Jaén)–, dieciocho días tarde y con seis kilos, los ojos abiertos y toda una declaración de intenciones que fue el grito que di allí donde todos esperaban llanto.
Luego, sería la perra vida la que no tardaría mucho en enseñarme a llorar.
Hijo de desertores del arado, cursé estudios ambulantes entre el pueblo, el internado de Jaén y, por fin, Granada, en la que me dieron un papelote que dice que soy licenciado en Ciencias Biológicas y otro accesorio en el que reza que soy Máster en Gestión Ambiental; aunque de todo aquello, sinceramente, lo único que queda es un ilustre cateto impenitente, con una cultura bastante animal, desgarrado entre el Essaí que quisiera ser y el Pedro que el mundo me permite que sea.
Con una vida laboral que bien parece un parte de guerra, encontré estabilidad laboral como nací: tarde; luego ennovié tarde, casé tarde, y un poco más soy padre cuando la vida comenzaba a ponerme cara de abuelo.
Así que, corriendo de caballo lo que no pude correr de potro, me redimí como abnegado paisajista autónomo hasta que un pequeño contratiempo de salud me derivó a clase pasiva. Ahora bien, terco como soy, hace más de ocho años de eso y aún no han conseguido convertirme en un enfermo.
No obstante, como no hay mal que por bien no venga ni que cien años dure, recordando mi vena juvenil de cuentista y definitivamente eximido de la exigencia familiar de que “las artes son afición como el trabajo devoción”, he decidido agotar los días de prestado que me queden juntando letras con que publicar, a los cuatro vientos, que a Essaí todavía le queda mucho que decir, aunque otra cosa es que sepa explicarse.