Cuán largo se nos hace el camino hasta ver nuestro libro en relucientes estantes, en las librerías más destacadas o bien en las plataformas con mayor número de ventas, ¿verdad?
Después de haber creado con mimo, con cadencia, poco a poco, durante largas horas, un libro, todos aquellos que hemos escrito consideramos que nuestra obra es tan fantástica que incluso haría sombra a la majestuosa «Cien años de soledad» de mi adorado «Gabo».
Y entonces, con ese puntito y esa pizca de egocentrismo y vanidad que todos los que escribimos (que no escritores, ojo) profesamos, nos decidimos a ponerlo en manos de alguien que nos puede ayudar a ponerlo en ese mundo editorial que para nosotros, a primera vista, resulta tan inalcanzable.
Pero en ese momento, cuando ya casi lo hemos conseguido, cuando prácticamente hemos llegado al tan ansiado fin, aparece el monstruo de la vanidad más absoluta y nos devora. Y ya no somos pequeños «escribientes» que entregamos con humildad nuestro manuscrito a alguien que seguramente sabe mucho más que nosotros del tema de la edición y que puede ayudarnos, ¡claro que no!, sino que nos permitimos darle lecciones de cómo trabajar, en cuánto tiempo y de qué modo hacerlo…
«¿Por qué nos vamos a dejar aconsejar si mi libro es el mejor del mundo?», ¿Mi libro contener errores? ¡Nunca! Son ellos, que no saben hacer bien su trabajo!», «Qué ocurrencia, mira que pensar que mi libro no es válido… vaya falta de profesionalidad»… No me digan que en algún momento de su carrera como personas que escriben (que no escritores, esa es una «raza» aparte de la que hablaremos otro día) nunca han pensado así. El que esté libre de pecado, que tire la primera piedra, como bien dijo Jesús.
Y volviendo a la profesionalidad. Ay, la profesionalidad… Esa que siempre nos permitimos exigirle a todos a manos llenas, pero que a la hora de demostrarla, nosotros no somos capaces de hacerlo porque realmente carecemos de ella. Por eso nos permitimos exigir, pedir, solicitar, e incluso insultar y amenazar si viene al caso para obtener lo que queremos: la magnífica edición de un libro. Sí, señores, insultar, faltar al respeto y amenazar como si de niños de colegio se tratase, o de bebés con una pataleta monumental porque sus mamás no le dan el caramelo que desean. ¡La inmadurez más absoluta, y casi siempre sin razón!
«Pero ¿qué más dan las difamaciones o las calumnias? Todos son iguales, todos roban, todos son unos ladrones que, en vez de ayudarnos, quieren quedarse con nuestro dinero. ¿Qué importa que nuestro libro sea malo? Lo importante es insultar, que de ese modo obtendremos antes el resultado…»
Qué gran error cometemos entonces, porque no solo dejaremos al descubierto nuestra enorme falta de profesionalidad y ética personal (esa que tanto pedimos a todos), sino que haremos que aquellos que trabajan en nuestro libro vean éste con otros ojos y, en cuento les sea posible, nos retiren de la lista de «posibles libros para editar» por nuestro carácter maleducado. Pero ese «no» nos lo hemos ganado a pulso, así que nada podemos objetar al respecto. Solo entonar el mea culpa si no somos demasiado orgullosos como para reconocerlo.
Por eso, en este último párrafo, abogo por algo en lo que querría que ustedes me acompañasen. HUMILDAD y PROFESIONALIDAD. Son dos palabras que yo, como persona que escribo (que no escritora), voy a intentar poner en práctica todos los días de mi vida. Prometo dejar mis obras en manos de cuantos me ayudan, sin desconfiar de ellos ni exigirles nada que yo no sea capaz de dar. Reafirmo mis ganas de aprender y crecer cada día, mirando siempre a aquéllos que son profesionales reconocidos y que estoy segura de que me ayudarán.
De este modo, veré cumplido mi deseo de ver editado mi nuevo libro. Y si no es así, tal vez el libro no lo merece, pero habré dejado patente que no solo soy una persona que escribo (que no escritora), sino que soy PERSONA. ¿Alguien se apunta para acompañarme?