Empecé a experimentar con los relatos cortos, con historias que mi cabeza podía controlar sin necesidad de esquemas o notas.
Con el tiempo decidí aventurarme en el mundo de los relatos largos porque había historias que no se podían contar en diez páginas, porque había personajes que pedían más espacio y porque tenía curiosidad, sobre todo por esto, porque tenía curiosidad por saber cómo se construía una novela y curiosidad por saber si yo sería capaz de lograrlo.
Tras varios intentos fallidos logré terminar mi primera historia de cerca de doscientas páginas, y no se me ocurrió otra cosa que mandarla a una editorial, donde tuvieron la sensatez de rechazarla y me evitaron la vergüenza de ver aquello publicado.
No por eso iba a desistir: la mandé a concursos y a otras editoriales donde coseché los mismos resultados. Y mientras probaba con otras historias, con otros personajes y con otros géneros y me daba de bruces con paredes que parecían insalvables, poco a poco fui aprendiendo a escalarlas y a identificar los errores que me llevaban a callejones sin salida. Le perdí el miedo a reescribir y a recortar, a cargarme no ya párrafos enteros, sino capítulos y hasta personajes. Aprendí que no hay que dejarles mandar mucho y hasta me he atrevido a cambiar el sexo de alguno por pura curiosidad, por ver qué pasa con la historia.
Y sigo haciendo experimentos.