
Todos tenemos un don, un talento especial, y sería necio asignarle, como su
propósito esencial, el del envanecimiento personal.
No, el propósito de un don es disfrutarlo y compartirlo, entregarlo.
Tratándolo, más que como su dueño, como un depositario, de modo que pueda servir para enriquecer la experiencia de vida de quienes pasamos por el mundo.
Yo nací al mundo de la letra en mi primera adolescencia, escribiendo las
coplas que cantaba a las musas de mi inspiración, y a medida que el tiempo
(mi vida) pasó, Dios me acentuó el don de la observación, que se me da en
dos dimensiones: la de mi movimiento interior y la de lo que se ve en la
gran realidad cotidiana, en donde cada escena muestra historias que tienen
vida propia y que con la escritura quedan retratadas, adquiriendo
la permanencia que les da la tinta en el papel.
Escribir es eso: pintar retratos de vida con los colores de la realidad, a
los que se suman, con mayor o menor intensidad, los de la paleta de la
experiencia vital de quien sostiene la pluma, alcanzando la exquisita
mezcla final al recibir los colores de la interpretación de la persona
que lee.
Solamente un corazón despierto tiene la capacidad para escuchar el eco
de otro corazón, de encontrar esa resonancia que surge entre lector y
escritor en medio de las tonalidades de una historia.
Ese es el tema de mi novela El Anunzio: el viaje de aprendizaje del
protagonista, Óscar Boanerges Solís, quien parte desde un estado
de sordomudez existencial hasta llegar, finalmente, a resonar con armonía
desde el espacio de su propio corazón.